martes, 25 de enero de 2011

2011. Se prohibe felicitar el año


Los Reyes Magos partieron hace casi un mes y suponemos que en circunstancias normales habrían llegado ya a su lugar de origen, ese lejano Oriente que, efectivamente, cada vez es más lejano e inhóspito. No habrán podido evitar pararse por cada territorio a su paso para contemplar, con inusual asombro en un Rey Mago, el sufrimiento con el que la gente convive. Enumerar la cantidad de eventos con los que se habrán encontrado coparía la extensión de este escrito, y en realidad, sólo hace falta pensar un país (Túnez, Egipto, Irak, Afganistán, Rusia…y demás continentes) y pensar un derecho universal para encontrar las causas que tanto han asombrado a nuestros queridos Reyes Magos. Pensaban ellos que repartían ilusión y sólo dejar los paquetes sus camellos doblaron la rodilla en señal de protesta. Me encanta saber que alguien se sigue asombrando y se niega a seguir viajando.
Recuerdo mis años de infancia en que me esforzaba por estar apuntado en el libro verde de Los Reyes, señal inequívoca de que me había comportado bien y por ello aguardaba un premio una vez pasado el año. El buen comportamiento no debe centrarse sólo en el incentivo, pero está claro que ayuda. Tan añorada costumbre parece estar cayendo en el olvido, exactamente igual que ese lejano Oriente. Quién sabe si no llegará también el día en el que nuestras queridas Majestades se olviden de visitarnos, o quizá dejen de ser Magos y en lugar de repartir ilusión, repartan fardos de billetes y bienes tan etéreos y volátiles como las bolsas financieras. No eso no, quiero seguir creyendo en Los Reyes.
Costumbres que no se debieran perder pero se pierden, y es que la velocidad con la que vuela o se desploma el IBEX no deja lugar para el asentamiento de las ideas, de los actos y por tanto para que las gentes sientan y participen de sus costumbres. La sociedad líquida no acepta la costumbre como tampoco Oriente acepta un tranquilo viaje en camello.
Malinowski creía que las reglas del derecho eran una categoría bien definida dentro del cuerpo de las costumbres, pero sólo se puede aplicar a las gentes sencillas, cuyo poder se repartía entre las familias del pueblo o tribu. Tal concepción de la ley ya no tiene cabida en nuestra actualidad, nuestras costumbres ya no tienen cuerpo. Más bien son fabricadas como un producto, y las leyes se hacen al punto, vuelta y vuelta. Ya no existe el incentivo social para obrar mejor o peor, sólo existe el castigo. Nuestros Estados se han acostumbrado demasiado al control y nosotros a la obediencia.
El ingenio de todo ideólogo langostinero consiste en prohibir, prohibir y prohibir; recortar, recortar y recortar. Nuestra democracia no permite la legislación bajo la mirada del pueblo, y la actividad pública ya no marca directrices, más bien son las directrices de los dirigentes las que obligan al pobre ramado de ovejas a seguir un camino. Un peregrinaje a la Meca del Dólar, pero aquí todos somos Moisés, todos nos quedamos en el camino y sólo unos pocos disfrutan del paraíso fiscal.
Ya no somos conscientes de la cantidad de prohibiciones que regulan nuestras vidas y tampoco somos conscientes de que todas ellas tienen un denominador común: la pela. Las leyes modernas son abusivas no sólo en cuanto a la estupidez de muchas de ellas sino al desfase existente en las cuantías a pagar. Sinceramente, me parece un escándalo pagar mil euros de multa por mear, fumar, escupir, enseñar el pezón o llamarle tonto a alguien. Sobre todo cuando veo a Il Cavaliere pasearse con sus putones arriba y abajo sin sanción ninguna, sobre todo cuando descubro que la defensora del pueblo (JA!) cobra 110.000 euros, sobre todo cuando no paro de conocer dirigentes que llevan treinta o cuarenta años explotando a su pueblo, sobre todo cuando no soy capaz de asimilar el enorme listado de genios y genialidades cuyos reyes magos son la avaricia, la mentira y la explotación.
No puedo rebatir que fumar en un lugar público sea una tocada de gaita para el que no fuma y tampoco puedo rebatir que mear en la calle sea una marranada. Pero sí puedo rebatir que cuando yo respiro sea un delito y cuando el FMI aleja a Oriente sea por el bien social. Digamos que perder el tiempo dialogando sobre la Ley de Transparencia es lo mismo que si intento perder el tiempo haciéndome invisible mientras meo.
Los Reyes Magos se preguntan por nuestras democracias, cuya información reside secuestrada bajo las faldas de algún putón o en las tripas de algún caimán. Dicen que hay una isla llena de caimanes, pudiera ser pues.
Podía creer también que dicha información se encontraba perdida en la red y mi esperanza era poder descargarla del emule, pero la ley Sinde me ha quitado esa idea de la cabeza. La cultura debe ser de pago, única forma de asegurarse de que la información también sea de pago, y ¿quién puede pagarla?, sólo aquél que la tiene. Ya sé que suena estúpido y redundante, pero así es nuestra democracia, estúpida y redundante, hay camellos que se dieron cuenta y dejaron de caminar, nosotros en cambio, seguimos quemándonos los pies con la arena del desierto.

Eso sí, a pesar de que nuestros actos estén regulados a base de prohibiciones y recortes, se apela a la solidaridad como sentimiento colectivo para salir de la crisis. Múlteme usted si quiere señor guardia pero yo me cago aquí mismo en la crisis. Le diría a ese percebe amorfo de la Nissan, Prisa, SEAT y/o Banco de Santander que la solidaridad colectiva como ustedes la entienden no existe. Puede existir mi solidaridad particular y altruista por cualquier causa, pero no la colectiva y social. Ésta siempre ha funcionado por un intercambio de intereses. Es decir, no se trabaja más por nada, no se aprieta uno el cinturón por nada, siempre se espera algo a cambio: un incentivo, un aplauso, un reconocimiento al esfuerzo, al arte y al ingenio. A eso se le llama reciprocidad de intereses, pero al percebe amorfo eso de la reciprocidad le viene grande.
Pues eso, los percebes amorfos no piensan igual, anidan en la valiosa piel del caimán y entre el polvo lujurioso y la gula de poder, aplauden a su antojo sin fijarse en el esfuerzo, el arte o el ingenio, anhelando más polvos lujuriosos y copiosas comilonas de poder.
Los mercados, esos percebes amorfos que nadie sabe donde se ocultan (“De dónde vienen los monstruos”), nadie sabe su forma ni su aspecto, son lo más parecido a los “señores Jack” de Neil Gaiman, asesinos despiadados que olfatean la carne de un niño, no sabemos si para comérsela o para especular con ella, como ya han hecho con el trigo. Pero no se preocupen, otro tijeretazo, arránquenme otro trozo de carne (si queda) que la causa es buena: aplacar a los mercados. Pobrecitos, sufren si se alteran.
Llegará el día en que no sólo el granjero sufrirá para comprar trigo. Nosotros no podremos comprar la luz del sol, porque no lo dudes, llegará el día (si lo puedes pagar claro) en que cada fotón de luz será cuantificable, valorable y materia de inversión y especulación. Pero nuestra democracia podrá con eso y mucho más, nuestra solidaridad aplacará la ira de los señores Jack o percebes amorfos, según prefieras. Además, pronto nos acostumbraremos (ley laboral y de pensiones) a trabajar desde el ataúd. Un ataúd y un portátil conectado con la sede de los señores Jack, allí mismo, donde habitan los caimanes.
Il Cavaliere también es amigo de los percebes, porque controla bien el poder, encamina adecuadamente la información al portátil y en definitiva alimenta a los caimanes, para deleite de los percebes que siguen jodiendo y fagocitando poder. Il Cavaliere controla la información, sólo tiene que crear un buen slogan, sin significado pero entretenido para distraer la atención del pobre ramado de ovejas. Pues lo principal es que siga siendo un ramado. Supongo que por eso el puede comprar putones (múlteme señor guardia por el taco) y yo no puedo fumar a la puerta de un colegio, mear si me revienta la vejiga o lucir mi cuerpo serrano una buena tarde de sol.

Por todo esto y mucho más la noche de Reyes lo dejé todo a un lado, me senté ilusionado con Sus Majestades, charlamos y hasta nos fumamos un puro. Compartimos la ilusión de todos los niños que ya dormían. No se preocupen, les advertí de que no regalaran pelotas, pues ahora en las ciudades está prohibido jugar a pelota en las plazas.
Recuerdo el desasosiego de los camellos al escucharme.

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